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sábado, 21 de junio de 2014

En la boca de la cueva

Hoy he vivido una aventura.

Vivo en un pueblo de costa. No estoy muy lejos de la ciudad, lo suficiente para que el paisaje pueda mantener sus misterios. Son bloques de casas y casonas que dan al mar. Las vistas son espectaculares todo el año. El sonido del mar entra con la brisa por las ventanas de las casas. Las que están más cerca de la orilla deben guardarse del salitre y la fuerza de las olas. El agua es un elemento poderoso. El progreso ha marcado su presencia en el pueblo. Hay edificaciones hasta donde alcanza el terreno, allá donde el barranco pone sus límites. No hay secretos en un pueblo como el mío. Los vecinos de por aquí son metropolitas disfrazados de turistas perdidos que, con los años, pasan por gentes de costa con sus barcos y sus baños en la playa. Vinieron huyendo de los ruidos de la ciudad. Entre ellos, mis padres. Muchas veces les protesté vivir tan lejos de la civilización pero con el tiempo les habría de dar la razón por el acierto de su elección. Pocos sitios me gustan tanto para vivir como éste. 

Es curioso ver cómo, aunque parezca que los edificios y el gentío, con sus coches y voceríos, han conquistado este territorio, aún hay cabida junto al mar para la propia gente del mar. Más allá de los límites del pueblo, hay quienes llevan otro ritmo de vida. Dejando a un lado las edificaciones modernas y lujosas, encontramos pequeñas aglomeraciones de casitas. Son cuartitos de pescadores, para algunos, casas. Esos pequeños grupos de casitas blancas, en el mismo borde del mar son meros elementos del paisaje costero y a la vez, la esencia del mismo. Nunca me he preguntado qué clase de vida llevan las personas que viven allí. Tampoco me he atrevido a aventurarme por sus callejuelas improvisadas. Hasta hoy. 



Me dio por bajar hasta la playa y caminar hasta salir del terreno transitable. Bajé por un acceso de tierra hasta uno de los pueblitos de los que te hablo. Aún no ha entrado el verano, así que estaba totalmente vacío. Era un auténtico pueblo fantasma. Sólo oía el romper de las olas en la costa bajo mi pequeño camino sin baranda. Con cuidado llegué hasta el mismo nivel del mar. Vi varios accesos con escaleras hasta el agua y numerosos huecos en las rocas donde el agua formaba una piscina natural. De nuevo, nadie. Detrás de mí, las casitas se elevaban uno o dos pisos de alto. Estaban muy juntas, como si alguien las empujara desde los lados y éstas se agolparan desesperadas por asomarse al mar. Las ventanas y puertas estaban mayormente cerradas. Se adivinaba el sonido de una radio lejana, seguramente proveniente de alguna casa habitada. Una pareja de gatos se acurrucaba en una butaca, a la sombra. Vi sillas y mesas desprovistas de ocupantes, por el momento, preparadas para ser utilizadas. Bien les toca esperar, aún no es época de faena en este pueblo. 

Seguí lo que parecía un sendero improvisado entre las casitas. Las escaleras me hacían subir un trecho para volver a bajar a una nueva cala. Más botes, muros adornados con conchas, aletas, herramientas. Ahora sí, al levantar la vista, me encontré con una ermita de la Virgen del Carmen, la de los marineros. Pero no me apetecía todavía subir esa distancia así que me paré en la playa de cayados a recoger conchas. Entonces me di cuenta de que en la pared había un hueco, la entrada a una cueva. 

Parecía no tener mucha profundidad. Las telarañas me decían que hacía tiempo que nadie la pisaba. Parecía sacado de una novela. Y justo pensando en esto apareció en detrás de mí un hombre mayor, marinero. Sus tatuajes le delataban. Me sorprendió; él se sorprendió también. Pero todo susto era infundado. Enseguida se aproximó y me preguntó si me había perdido. Le dije que no, que vivía cerca y que estaba explorando. Él se presentó y a falta de una tarea mejor, se acercó a conocerme y a contarme acerca de ese pequeño y misterioso pueblo de la costa. Me acompañó en mi recorrido. 

Me explicó cómo se había originado, él mismo había ayudado a levantar más de una casa. Como me temía, muy pocas estaban en estos momentos habitadas. Las cuevas como la que había visto antes eran los cimientos del pueblo. Muchos tenían acceso desde el interior de sus casas a ellas. En ese momento me pareció una buena idea vivir ahí. El verano trae una nueva vida al pueblo cada año. Me dijo que no faltaba mucho, que en breve comenzarían a llegar los primeros inquilinos, las calles se llenarían de voces, música y banderitas para las fiestas de la Virgen del Carmen. Aquellas sillas se ocuparían al fin, pensé. Cruzamos por delante de la ermita mientras hablábamos de todo esto. Me dijo que él era muy feliz allí. Él con sus años, sus tatuajes y sus arrugas de sal del mar estaba allí compartiendo conmigo historias y secretos de viejos. Me animó a que tratara de sonreír siempre y ser feliz, porque la vida son los momentos, me dijo. 

Nos despedimos cuando regresamos al mundo real y avistamos la carretera. Desde allí podía verse la totalidad del pueblo. Bueno, desde lo alto sólo sus terrazas. Me fijé en una de ellas particularmente. Había dos hombres sentados en unas hamacas bebiendo algo y hablando tranquilamente. Sí, definitivamente allí la gente vivía de otra manera. Le di las gracias a mi nuevo amigo; me dijo que regresara a visitar el sitio cuando quisiera. Al avanzar unos pasos me volví atrás, él me saludaba con la mano. 

En el camino hacia la carretera vi a mi lado un árbol del que colgaba un letrero en el que ponía el nombre del pueblo, también algunas conchas. Justo bajo su sombra, un grupo de sillas vacías en torno a una mesa esperaban apaciblemente por sus ocupantes. Tendrían que sacudirse las hojas secas que les habían caído. Por algún motivo me dieron ganas de sentarme allí. ¿Por esconderme del mundo en un rincón maravilloso donde nadie ni nada pudiera alcanzarme? Puede ser. 

Me hubiese gustado que estuvieras allí conmigo. 

miércoles, 11 de junio de 2014

Cosas que te ocurren una vez en la vida: como encontrarte 30 Euros

Hace tiempo que mi madre se encontró en la calle 30 Euros. Fue aquí, cerca de casa. Salió a tirar la basura o a comprar el pan y ¡boom! un par de billetes mal doblados tirados en el piso. 
Te preguntarás por qué me ha dado por rescatar esta historia del baúl de recuerdos de "y a mi qué me cuentas". Pues resulta que el otro día estábamos hablando en casa de imposibles. Y de imposible saltamos a dinero automáticamente. No puedo explicártelo. Son estas asociaciones que hacemos los españoles en tiempos de crisis. Fue tan poco habitual que ha pasado a formar parte de las historias de la familia Pita que se transmitirán de generación en generación (tu bisabuela una vez encontró...) y que surgen en la conversación de vez en cuando. 

La otra noche, cuando hablamos de esto me dio por recordar la vez que me encontré un billete de 5 Euros en el Carrefour. Fue unas risas. Te explico la situación. 

Estaba claro que el billete se le había caído a alguien. ¿Quién lleva un billete en el bolsillo fuera de la cartera? Pff.. Bueno, el caso es que lo vi pero estaba en plena entrada y había gente pasando. Nadie se inmutaba. Yo lo vi y me pareció extraño que nadie se agachara a recogerlo. Cuando me estaba diciendo en mi cabeza "el que no se ha escondid..." viene un guardia de seguridad y se planta en la misma entrada. Al parecer, él tampoco se da cuenta del billete porque se queda en el sitio pasmado. Hago como que sigo mirando el expositor de enfrente, luego el de al lado y después, el del otro lado. Me lleva mis varios minutos. Llega un momento en que he dado tantas vueltas que mi comportamiento empieza a parecer sospechoso. Pasan personas, parejas, mujeres con carritos de bebés, reponedoras con cestas de ropa. Por favor, ¡que alguien lo coja! Me estreso. ¿Y si el tío de seguridad está allí esperando a ver quién se lanza? ¿Y si me vigilan? Miro a las cámaras, hay dos apuntando hacia el billete. Empiezo a emparanoiarme. ¿Y si no es un billete de 5 euros y lo estoy viendo mal? Tampoco es que lo haya observado detenidamente, sólo de lejos.

¿Qué hago? Pues lo que se me ocurre hacer en ese momento es coger de los expositores al azar una camisa de hombre, una toalla de playa y creo que un bañador. ¿Quién necesita cesta de la compra? Lo cojo todo en las manos y al pasar justo donde estaba el billete disimulo haciendo ver que se me han caído las cosas al suelo. El guardia de seguridad está tan empanado que ni se le ocurre venir a ayudarme así que, con mucha elegancia, recojo todo del piso y me marcho al otro lado de la tienda, allá donde los mariscos. Cuando estoy al lado de los berberechos me paro a mirar si en efecto era un billete o sólo había contribuido a limpiar de basura la entrada del Carrefour. ¡Sí! Eran 5 Euros. ¡Tómalo! 

Para celebrarlo, voy y me compro un pañuelo muy bonito que tenía fichado desde hacía tiempo. El dinero que fácil viene, fácil se va. Sniff. ¿Te imaginas que un día encuentre 30 Euros? :P