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miércoles, 18 de marzo de 2015

Ahora, en el post-MIR

Hola a todos. Más vale tarde que nunca supongo.
Ha pasado mucho tiempo y algo mas que tiempo ha pasado.
Hoy me toca redactar el único post que no he querido escribir. Para empezar porque contarte lo que he hecho desde la última vez que anduve en la blogosfera (allá por noviembre) es bastante aburrido. No tardo nada de decirlo: estudiar, estudiar y después, estudiar un rato más. Ni con todos los atenuantes que pudiera encontrar, como vivir en la capitalina Madrid, podrían suavizarse los nervios y los cortocircuitos mentales que tuve. Mi compi de piso B.V. tuvo que sufrirme en primera persona. Aún me habla, así que supongo que no lo hice tan mal (o tuvo verdadera paciencia).

¿Cómo fue el MIR? Pues, es toda una experiencia... A mis compañeros que estarán pronto en el ruedo sólo les puedo dar ánimos desde aquí. El camino es largo y cansado pero como todo, tiene un fin. Y llega. Vives el subidón de energía para caer en un pozo de sueño atrasado y un día de la marmota (2 febrero) eterno. Encima, te encuentras con que es febrero, así que la manta y el sillón son tus mejores aliados. 


Desde el minuto cero del post-MIR mi cuerpo ha empezado el largo proceso de recuperación. Me ha pedido descanso, comida y sol. Por las mañanas me levanto como si hubiese hecho un esfuerzo sobrehumano, como si hubiese tratado de levantar una tonelada en peso y esta mole hubiese caído sobre mí. Eso es el MIR. Al terminar en Madrid, las pocas energías que me quedaban las aproveché para hacer la mudanza, meter mi mundo en cuatro cajas y arrastrar mis maletas y mi culo al aeropuerto. Suficiente...

En casa me he olvidado hasta de cocinar. Soy menos que una persona, un despojo que deambula en pijama por las habitaciones. Si ha habido algo realmente estimulante en mi regreso ha sido el calor y el buen tiempo. No soy amiga de las aglomeraciones en la playa, así que encontrarme en una playa desierta un martes por la mañana lo considero paradisíaco. Otras veces, como hoy, cae algo de llovizna y el olor a tierra mojada me recuerda inevitablemente a Inglaterra. 
Ahora, ¿qué? Volveré a mi mundo, la aventura MIR se ha terminado para mí. Ante mis pasos se abre un nuevo camino aún incierto. No sé dónde puede llevarme aunque todavía me quedan estos días, los del descanso, el sol y la felicidad.
Gracias lectores por seguirme hasta aquí, por los mensajes de apoyo y las buenas vibraciones durante todo este tiempo. Es hora de regresar a lo que me gusta, a ese algo que hay entre tú y yo, mi más ambicioso proyecto creativo. ¡Hasta pronto!   


sábado, 21 de junio de 2014

En la boca de la cueva

Hoy he vivido una aventura.

Vivo en un pueblo de costa. No estoy muy lejos de la ciudad, lo suficiente para que el paisaje pueda mantener sus misterios. Son bloques de casas y casonas que dan al mar. Las vistas son espectaculares todo el año. El sonido del mar entra con la brisa por las ventanas de las casas. Las que están más cerca de la orilla deben guardarse del salitre y la fuerza de las olas. El agua es un elemento poderoso. El progreso ha marcado su presencia en el pueblo. Hay edificaciones hasta donde alcanza el terreno, allá donde el barranco pone sus límites. No hay secretos en un pueblo como el mío. Los vecinos de por aquí son metropolitas disfrazados de turistas perdidos que, con los años, pasan por gentes de costa con sus barcos y sus baños en la playa. Vinieron huyendo de los ruidos de la ciudad. Entre ellos, mis padres. Muchas veces les protesté vivir tan lejos de la civilización pero con el tiempo les habría de dar la razón por el acierto de su elección. Pocos sitios me gustan tanto para vivir como éste. 

Es curioso ver cómo, aunque parezca que los edificios y el gentío, con sus coches y voceríos, han conquistado este territorio, aún hay cabida junto al mar para la propia gente del mar. Más allá de los límites del pueblo, hay quienes llevan otro ritmo de vida. Dejando a un lado las edificaciones modernas y lujosas, encontramos pequeñas aglomeraciones de casitas. Son cuartitos de pescadores, para algunos, casas. Esos pequeños grupos de casitas blancas, en el mismo borde del mar son meros elementos del paisaje costero y a la vez, la esencia del mismo. Nunca me he preguntado qué clase de vida llevan las personas que viven allí. Tampoco me he atrevido a aventurarme por sus callejuelas improvisadas. Hasta hoy. 



Me dio por bajar hasta la playa y caminar hasta salir del terreno transitable. Bajé por un acceso de tierra hasta uno de los pueblitos de los que te hablo. Aún no ha entrado el verano, así que estaba totalmente vacío. Era un auténtico pueblo fantasma. Sólo oía el romper de las olas en la costa bajo mi pequeño camino sin baranda. Con cuidado llegué hasta el mismo nivel del mar. Vi varios accesos con escaleras hasta el agua y numerosos huecos en las rocas donde el agua formaba una piscina natural. De nuevo, nadie. Detrás de mí, las casitas se elevaban uno o dos pisos de alto. Estaban muy juntas, como si alguien las empujara desde los lados y éstas se agolparan desesperadas por asomarse al mar. Las ventanas y puertas estaban mayormente cerradas. Se adivinaba el sonido de una radio lejana, seguramente proveniente de alguna casa habitada. Una pareja de gatos se acurrucaba en una butaca, a la sombra. Vi sillas y mesas desprovistas de ocupantes, por el momento, preparadas para ser utilizadas. Bien les toca esperar, aún no es época de faena en este pueblo. 

Seguí lo que parecía un sendero improvisado entre las casitas. Las escaleras me hacían subir un trecho para volver a bajar a una nueva cala. Más botes, muros adornados con conchas, aletas, herramientas. Ahora sí, al levantar la vista, me encontré con una ermita de la Virgen del Carmen, la de los marineros. Pero no me apetecía todavía subir esa distancia así que me paré en la playa de cayados a recoger conchas. Entonces me di cuenta de que en la pared había un hueco, la entrada a una cueva. 

Parecía no tener mucha profundidad. Las telarañas me decían que hacía tiempo que nadie la pisaba. Parecía sacado de una novela. Y justo pensando en esto apareció en detrás de mí un hombre mayor, marinero. Sus tatuajes le delataban. Me sorprendió; él se sorprendió también. Pero todo susto era infundado. Enseguida se aproximó y me preguntó si me había perdido. Le dije que no, que vivía cerca y que estaba explorando. Él se presentó y a falta de una tarea mejor, se acercó a conocerme y a contarme acerca de ese pequeño y misterioso pueblo de la costa. Me acompañó en mi recorrido. 

Me explicó cómo se había originado, él mismo había ayudado a levantar más de una casa. Como me temía, muy pocas estaban en estos momentos habitadas. Las cuevas como la que había visto antes eran los cimientos del pueblo. Muchos tenían acceso desde el interior de sus casas a ellas. En ese momento me pareció una buena idea vivir ahí. El verano trae una nueva vida al pueblo cada año. Me dijo que no faltaba mucho, que en breve comenzarían a llegar los primeros inquilinos, las calles se llenarían de voces, música y banderitas para las fiestas de la Virgen del Carmen. Aquellas sillas se ocuparían al fin, pensé. Cruzamos por delante de la ermita mientras hablábamos de todo esto. Me dijo que él era muy feliz allí. Él con sus años, sus tatuajes y sus arrugas de sal del mar estaba allí compartiendo conmigo historias y secretos de viejos. Me animó a que tratara de sonreír siempre y ser feliz, porque la vida son los momentos, me dijo. 

Nos despedimos cuando regresamos al mundo real y avistamos la carretera. Desde allí podía verse la totalidad del pueblo. Bueno, desde lo alto sólo sus terrazas. Me fijé en una de ellas particularmente. Había dos hombres sentados en unas hamacas bebiendo algo y hablando tranquilamente. Sí, definitivamente allí la gente vivía de otra manera. Le di las gracias a mi nuevo amigo; me dijo que regresara a visitar el sitio cuando quisiera. Al avanzar unos pasos me volví atrás, él me saludaba con la mano. 

En el camino hacia la carretera vi a mi lado un árbol del que colgaba un letrero en el que ponía el nombre del pueblo, también algunas conchas. Justo bajo su sombra, un grupo de sillas vacías en torno a una mesa esperaban apaciblemente por sus ocupantes. Tendrían que sacudirse las hojas secas que les habían caído. Por algún motivo me dieron ganas de sentarme allí. ¿Por esconderme del mundo en un rincón maravilloso donde nadie ni nada pudiera alcanzarme? Puede ser. 

Me hubiese gustado que estuvieras allí conmigo. 

jueves, 5 de junio de 2014

Punto de partida

Todavía no toca ponerse serios pero creo que, ahora que dispongo de algo más de tiempo libre, podría tratar de ponerme al día. El tutor no se cansa de repetirnos que cuanto más trabajemos ahora, más fácil nos resultarán las cosas después. Bueno, no está mal bajo mi punto de vista. La verdad es que no pensé que pudiera tener tantos manuales "subrayados" (ese concepto es un poco abstracto) por estas fechas. Ha sido un curro llevar las cosas casi al día, con tantos trabajos de rotatorio. 

El recuento ahora mismo es el siguiente:
  • Clases pendientes: 5 de 21.
  • Tutorías pendientes: 3.
  • Simulacros pendientes: 2. 

¿Sabes lo que pasa? Que es Junio, hace calor y sigo cansada. Soy un poco desastre... Me consuela saber que mis compañeros de clase me entenderán. 

Ellos sin duda comparten mi idea sobre lo valioso que es este tiempo de descanso para poder coger luego los estudios con fuerza. Cada vez que veo fotos suyas de viaje por Europa, en playas (de arena amarilla, negra o de rocas) o liados con tareas varias como salir de fiesta tres veces por semana me reafirmo un poco más. Tampoco es cuestión de perder completamente el ritmo y el norte. Siempre es bueno mantenerse parcialmente activo, por eso me he propuesto mirarme alguna de las cosillas que se me quedaron atrasadas de este primera fase de contacto con el MIR. Ocurre igual que cuando era pequeña. Al acabar el curso lo primero que pedía a mi madre eran los cuadernillos de Santillana con ejercicios para hacer los días que no iba a la playa. (Soy masoquista, lo sé). Nada he cambiado. No puedo quejarme, este verano tendré algo más de veinticinco cuadernillos y un libro gordísimo.

¡Feliz Jueves!