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sábado, 23 de agosto de 2014

¡Vacaciones!


La academia nos deja una "semana libre", de domingo a domingo. Supuestamente es para que el que tenga cosas atrasadas pueda ponerse al día pero en clase todos contábamos las horas. Ayer fue el último simulacro y éramos la mitad del grupo. Muchos ya habían cogido rumbo. Por fin, ¡días libres! La gente se buscó vuelos, excursiones, tours o, como en mi caso, billetes de guagua. Varios me preguntaron si me volvía para Tenerife. Mi respuesta era: "... Nahh". Tampoco me motivaba en exceso el plan de quedarme en la ciudad. La libertad está ahí para empujarte a salir, a disfrutar y a vivir. Para estos días libres me planifiqué un viaje al norte. Me voy a Santander a visitar a unos familiares, a saborear otra vez el mar salado, ver un sitio compeltamente nuevo para mí y dejar atrás el cosmopolita Callao, el lindo Retiro, los románticos edificios de ladrillos y el maravilloso chirriar de los vagones del metro por un tiempo. Es la primera vez que viajo allí aunque seguramente no será la última. ¡Deséame buen viaje! Los manuales y el libro gordo se quedan aquí esperándome. Tú vas conmigo en el bolsillo pero como no sé si podré sentarme a escribir, te dejo por unos días (libres) con la promesa de fotos chulas el próximo domingo. Ya oigo las olas... 
¡Nos vemos a la vuelta amigos! ¡Sean muy felices!

sábado, 21 de junio de 2014

En la boca de la cueva

Hoy he vivido una aventura.

Vivo en un pueblo de costa. No estoy muy lejos de la ciudad, lo suficiente para que el paisaje pueda mantener sus misterios. Son bloques de casas y casonas que dan al mar. Las vistas son espectaculares todo el año. El sonido del mar entra con la brisa por las ventanas de las casas. Las que están más cerca de la orilla deben guardarse del salitre y la fuerza de las olas. El agua es un elemento poderoso. El progreso ha marcado su presencia en el pueblo. Hay edificaciones hasta donde alcanza el terreno, allá donde el barranco pone sus límites. No hay secretos en un pueblo como el mío. Los vecinos de por aquí son metropolitas disfrazados de turistas perdidos que, con los años, pasan por gentes de costa con sus barcos y sus baños en la playa. Vinieron huyendo de los ruidos de la ciudad. Entre ellos, mis padres. Muchas veces les protesté vivir tan lejos de la civilización pero con el tiempo les habría de dar la razón por el acierto de su elección. Pocos sitios me gustan tanto para vivir como éste. 

Es curioso ver cómo, aunque parezca que los edificios y el gentío, con sus coches y voceríos, han conquistado este territorio, aún hay cabida junto al mar para la propia gente del mar. Más allá de los límites del pueblo, hay quienes llevan otro ritmo de vida. Dejando a un lado las edificaciones modernas y lujosas, encontramos pequeñas aglomeraciones de casitas. Son cuartitos de pescadores, para algunos, casas. Esos pequeños grupos de casitas blancas, en el mismo borde del mar son meros elementos del paisaje costero y a la vez, la esencia del mismo. Nunca me he preguntado qué clase de vida llevan las personas que viven allí. Tampoco me he atrevido a aventurarme por sus callejuelas improvisadas. Hasta hoy. 



Me dio por bajar hasta la playa y caminar hasta salir del terreno transitable. Bajé por un acceso de tierra hasta uno de los pueblitos de los que te hablo. Aún no ha entrado el verano, así que estaba totalmente vacío. Era un auténtico pueblo fantasma. Sólo oía el romper de las olas en la costa bajo mi pequeño camino sin baranda. Con cuidado llegué hasta el mismo nivel del mar. Vi varios accesos con escaleras hasta el agua y numerosos huecos en las rocas donde el agua formaba una piscina natural. De nuevo, nadie. Detrás de mí, las casitas se elevaban uno o dos pisos de alto. Estaban muy juntas, como si alguien las empujara desde los lados y éstas se agolparan desesperadas por asomarse al mar. Las ventanas y puertas estaban mayormente cerradas. Se adivinaba el sonido de una radio lejana, seguramente proveniente de alguna casa habitada. Una pareja de gatos se acurrucaba en una butaca, a la sombra. Vi sillas y mesas desprovistas de ocupantes, por el momento, preparadas para ser utilizadas. Bien les toca esperar, aún no es época de faena en este pueblo. 

Seguí lo que parecía un sendero improvisado entre las casitas. Las escaleras me hacían subir un trecho para volver a bajar a una nueva cala. Más botes, muros adornados con conchas, aletas, herramientas. Ahora sí, al levantar la vista, me encontré con una ermita de la Virgen del Carmen, la de los marineros. Pero no me apetecía todavía subir esa distancia así que me paré en la playa de cayados a recoger conchas. Entonces me di cuenta de que en la pared había un hueco, la entrada a una cueva. 

Parecía no tener mucha profundidad. Las telarañas me decían que hacía tiempo que nadie la pisaba. Parecía sacado de una novela. Y justo pensando en esto apareció en detrás de mí un hombre mayor, marinero. Sus tatuajes le delataban. Me sorprendió; él se sorprendió también. Pero todo susto era infundado. Enseguida se aproximó y me preguntó si me había perdido. Le dije que no, que vivía cerca y que estaba explorando. Él se presentó y a falta de una tarea mejor, se acercó a conocerme y a contarme acerca de ese pequeño y misterioso pueblo de la costa. Me acompañó en mi recorrido. 

Me explicó cómo se había originado, él mismo había ayudado a levantar más de una casa. Como me temía, muy pocas estaban en estos momentos habitadas. Las cuevas como la que había visto antes eran los cimientos del pueblo. Muchos tenían acceso desde el interior de sus casas a ellas. En ese momento me pareció una buena idea vivir ahí. El verano trae una nueva vida al pueblo cada año. Me dijo que no faltaba mucho, que en breve comenzarían a llegar los primeros inquilinos, las calles se llenarían de voces, música y banderitas para las fiestas de la Virgen del Carmen. Aquellas sillas se ocuparían al fin, pensé. Cruzamos por delante de la ermita mientras hablábamos de todo esto. Me dijo que él era muy feliz allí. Él con sus años, sus tatuajes y sus arrugas de sal del mar estaba allí compartiendo conmigo historias y secretos de viejos. Me animó a que tratara de sonreír siempre y ser feliz, porque la vida son los momentos, me dijo. 

Nos despedimos cuando regresamos al mundo real y avistamos la carretera. Desde allí podía verse la totalidad del pueblo. Bueno, desde lo alto sólo sus terrazas. Me fijé en una de ellas particularmente. Había dos hombres sentados en unas hamacas bebiendo algo y hablando tranquilamente. Sí, definitivamente allí la gente vivía de otra manera. Le di las gracias a mi nuevo amigo; me dijo que regresara a visitar el sitio cuando quisiera. Al avanzar unos pasos me volví atrás, él me saludaba con la mano. 

En el camino hacia la carretera vi a mi lado un árbol del que colgaba un letrero en el que ponía el nombre del pueblo, también algunas conchas. Justo bajo su sombra, un grupo de sillas vacías en torno a una mesa esperaban apaciblemente por sus ocupantes. Tendrían que sacudirse las hojas secas que les habían caído. Por algún motivo me dieron ganas de sentarme allí. ¿Por esconderme del mundo en un rincón maravilloso donde nadie ni nada pudiera alcanzarme? Puede ser. 

Me hubiese gustado que estuvieras allí conmigo.